domingo, 30 de noviembre de 2008

EL DAMIÁN


El frío cala mis huesos, estos huesos que soportaron mucho más frío y más lluvia.
En el puesto, de poco cobijo, nunca tuve pa ponerle vidrio a los huecos. Trato de avivar el brasero, me caliente un poco y en medio del humo oscuro, la leña verde, no puedo prender ni una brasa ( serán mis manos torpes). Me pregunto por qué se fueron todos uno a uno.
Los dos viejos se escabulleron no sé pa dónde sin que me diera cuenta. Algunos me contaron que los llevó una tormenta, otros que me dejaron porque no podían darme de comer y me quedé, yo era chico, la verdá no la sé, y me dejaron con, la Eulalia patas flacas de 6 años, el Rodo , ese panzón que a gatas le llenaba el buche y el Mingo, tan chiquito, que no me dejaba dormir nunca. Y yo tenía que ir a trabajar, y éstos que no entendían que como yo era chico me pagaban monedas. ¡Claro que no me alcanzaba para la panza del Mingo!
Después me acorralé con la Dominga, linda, fuerte, buena. Sabía hacer de todo, el pan, ordeñar la vaca que yo no podía, dominaba a los animales del patrón y a mí que era tan retobado.
Hasta que la Dominga también se fue y debe haber sido por mi tozudez. Yo nací rebelde, dicen las malas lenguas del almacén.
La Dominga me dejó al Panchito y desapareció con el Pedro, y claro, el Pedro venía y la apalabraba cuando yo estaba en la manga con los dotores y los animales. Me dejó al Panchito y a los otros, que se fueron yendo de a poco.
Un día de lluvia, le conté al dotorcito de los lentes mi caso con la Dominga, él me llevó pa´ dentro de las casas, me ofreció un mate y ahí nomás se largó – a mí también, Damián, me dejó Marilín. Es linda como el sol de la playa cuando corre el aire fresco. ¿Conocés la playa, gringo? Mi cara le dijo la respuesta y la suya era cara de nada y siguió, no sabés lo que lloré porque la conocía de cuando estudiábamos y la quería más que a mi vida. Yo no tengo viejos, gringo.

Un día, como hoy, de tormenta, de los que te enfrían el corazón, tuve doble frío. Me dijo que yo no le importaba más. Y ese corazón mío se estrujó como un trapo viejo. Lloré, lloré como nunca.
Pero yo estoy peor que vos, viejo, no tengo un chico como el Pancho y vaya a saber si lo voy a tener algún día, a no ser que te lo robe.
Cuando la muñequita me dejó, me pareció que había perdido hasta la hombría. No había podido conservarla.
- Estamos a mano, gringo, mejor dicho vos estás mejor que yo.
Y se fue pa´ dentro y me pareció que se le nublaban los ojos.


¿Así que los dotores, los ricos, los otros, también sufren de amor? Yo creía que sólo nosotros, los que estamos en medio del campo sin luz ni agua pa’l mate éramos los que sufríamos todo.
Mañana me llego a la manga aunque no haiga trabajo y le voy a llevar al Pancho y le pido que le cuente algo de la facultá. Así el gurí no se me aburre tanto.
Pucha, pobre dotorcito, es igual que yo.

viernes, 28 de noviembre de 2008

CONCEPTOS
Sentado en la penumbra de la noche se dice, saber mucho es saber nada, simple confluencia de conceptos. Desplegar pensamientos posiblemente de a dos. Definir conclusiones y el alma se aquiete aún vibrante. El sabio, algo sabe, entiende viejos preceptos, se adecua al histórico saber de la vida misma, ¡mas cuesta tanto entender!
Quizá hubiera habido un día en que dibujando yo en sus mechas rubias, la tomara en mis brazos y aprendiera a existir pleno y sereno. Tal vez el tiempo abreviara el lento conocimiento y me amara. ¿Me amaría?
Mira su reloj de números gastados destruidos por el tiempo. Un tiempo no tomado en cuenta. Hoy sabe cuánto no miró, cuánto no vio, cuánto no amó.
Sin registros, despistado, cobarde, llegó muy debajo donde los cóndores anidan.
Unos niños juegan en la arena de la plaza, las madres tejen entre ojeos y parla, un muchachito pide unas monedas y consigue miradas de desprecio. Levanta su vista a ellos
Se da cuenta que vivir es una condición, que no basta con dar, sino que es imprescindible recibir y aprender a exigir.
Vuelve con paso cansino a su lecho solitario hoy más precario que el que lo acunó. El silencio se le hace carne ardiente y el rencor muy agudo.
Cansado, viejo, tiene las alas que quisieron ser de cóndor, quebradas. Cierra los ojos y palpita en su corazón débil el mechón rubio

miércoles, 26 de noviembre de 2008

DEJAR DE LLORAR

La noche se avecina
Llora.
Y llora por la soledad de pena oscura, penetrante, adherida.
Llora.
Porque aún sueña maravillas esperadas como dones, pretensiones infantiles. Sueños. Solamente sueños.
La noche le trae suspenso, suspenso febril. Cree ardorosamente. Un mañana llegará,
Con él las ganas de empezar... empezar es buen comienzo …volver a creer…creer increíble y necesariamente, corporizar lo vivido, proyectar ilusiones, historias, historias ya vividas, ya lloradas, ya reídas y así entender, así dejar de llorar.
El viento golpea, los vidrios. Parece desplomarse el mundo entero, los árboles se empujan al compás... burlón, enloquecido, aquí, allá abajo, abajo, cada vez más abajo, hasta casi el suelo tocar. Ya comienza el goteo, una chica, otras más grandes. Se ha instalado el aguacero.
Tormenta de viento y aguas, las gotas, perlas brillantes, imprevisto desenlace. Junto a la ventana, manto de lágrimas cristalinas, espera.
Espera
Aprieta sus manos morenas escondidas siempre por morenas. Vigila el reloj que las horas no da mientras las cenizas del volcán de su boca llena todo un cenicero.
No llega. Interminable es la espera.
Pierde su acostumbrada templanza, su inagotable, férrea paciencia, su permanente control.
Cae la noche, con ella, la locura la atrapa esta vez, con sollozos, con gritos.
¿Dónde quedaste que ni el viento te ha traído?
¿Qué impide tu llegada, amor mío?
Espera.
Como ha esperado siempre todas las noches de todos los años a ese espectro imaginario que nunca conoció.

domingo, 23 de noviembre de 2008



GALERÍA

Fotos en la sala.
Picasso tras The Madonna of Port Lligat, flores, dos chiquitos que se abrazan desde la ingenuidad, una mujer fascinante de óvalo perfecto, ojos delineados, marfil asiático, impone su dominio desde el ayer.
Versión moderna la sigue, él, de boina negra, cabellos empujados
por el viento, un halo poético de niña con sombrero y guitarra y el chiquilín subido en su triciclo
guiado por manos de mujer en perfecta seducción

Galería.
Abuelos. Jóvenes Niños. Historia familiar en sepia y color
Galería.
Presencia Ayer. Hoy.
Paredes vivas hablan de amor y ternura.
Galería
Fotos.

jueves, 20 de noviembre de 2008

CISNE

El Universo envolvía su cuello alabastrino, cual cisne y ella, doncella de las aguas dejaba su estela iridiscente. Desde el fondo del salón, detrás de la columna veía su piel de seda, mansa, delicada, la gracia plena en sus pechos hirientes en el torso de infinitud extrema que llevaba inevitable a lineales piernas perfectas.
¿A quién le recordaba? Ella toda dejaba al pasar aromas invasores de alhucemas. Le acometió un lejano viejo deseo, en una era inalcanzable. No encontraba el punto de unión.
¿Dónde vas cisne de oro? ¿Dónde te empujan tus tiempos? ¿Dónde las ninfas guardan sus secretos?
Llegado casi al final del camino, otrora potencial de alas anchas sin haber volado nunca, hoy contenía a un cuerpo débil y cansado. Algunas ramas aún lo sostenían, verdes, frescas, con pequeños brotes que lo acariciaban. ¿Soñaba?
Salió al jardín y con un viento disparatado se esfumaron la tibieza, la palabra y los besos del recuerdo que esta vez le susurró al oído: Fue inútil conseguir su permanencia, viejo muchacho.
Alrededor, el mundo desde la oscuridad opaca esparcía cenizas empecinadas, el día era noche, la oscuridad lo colmó de más recuerdos y estallaron en su corazón cuadriculado en cuadrículas de círculos perfectos. Círculos. Crueles carceleros de un sin fin de angustias y tristezas,
Su corazón circular cuadriculado completó la ecuación perfectamente. Le fue inútil alcanzar la permanencia.
Sólo un sueño banal





EL SONIDO DE UN SAXO

Algún día sabré la verdad sobre la desaparición incomprensiva e imprevista de Estela Sutter Campodónico, a quien conocí en el taller de plástica donde Mariana y yo dábamos clase a alumnos de Recoleta tanto como para aumentar un poco lo que ganábamos.
La familia Sutter vivía en un edificio imponente en Arenales y Callao Ocupaban un piso suntuoso, algo lóbrego, con mármoles negros, arañas de alabastro con caireles de cristal pocas veces encendidas del todo. Era una propiedad heredada de los primeros Campodónico, venidos de Europa para 1895, de categoría acorde con las pretensiones de sus moradores, frecuentados por familiares y amigos de apellidos ilustres, como muchos aristócratas de la estirpe argentina de esos tiempos. Estela, la menor, no tenía los aires y despliegues sociales de sus padres y hermanos si bien se acomodaba, en una aparente armonía, soportando estoica y silenciosamente. Mientras los padres vivían entre los campos de Chascomús y Buenos Aires, Diana, Elena y Eduardo, el hermano mayor, autoritario y medio enfermizo, no se movían de la capital y menos Estela. Diana y Elena tocaban el piano y el violín cuidadosamente bien, mientras Eduardo ejecutaba el contrabajo y todo instrumento de cuerdas. En sus repertorios, Beethoven y Vivaldi eran un clásico. Ellos hacían un trío hegemónico, por supuesto siempre con las direcciones y observaciones caprichosas y obsesivas del primogénito.

Entre los tres insistían para que Estela continuara con la música, que había abandonado, pero no lograban convencerla. Ella se ocupaba del arreglo de la casa, de ordenar las compras a Teresa, la doméstica, ir a clases de pintura dos veces por semana y mantener las prendas en buen estado. Afecta a la lectura, ocupaba las tardes y las noches en ello, mientras las chicas y Eduardo dedicaban la mayor parte de sus tiempos en ensayar, tocar en la casa para los amigos y de cuando en vez, hacer un recital en el Mozarteum.
Estela, entre la casa, su plástica y la lectura, se desentendía amigablemente de ellos. Amigable y distante. Distintas ocupaciones, diferentes gustos, los tres hacían uno.
Estela era únicamente una.
El día en que Federico tocó el timbre, con sus ojos penetrantes y su fuerte mano en el apretón, cambió la vida de los Sutter Campodónico. ¿Quién era este hombre de aspecto de medio pelo que preguntaba por Eduardo? ¿y con un saxo en un estuche lustroso y ajado?

Estela lo hizo pasar al palier; no sabía qué hacer. Persistió este muchacho mal trajeado en ver a Eduardo, que estaba ensayando. Ella lo miró de arriba a abajo midiéndolo, interrogante y desconfiada y le pidió que esperara. Cuando lo anunció, Eduardo, que jamás permitía interrupciones, dejó inmediatamente de tocar y salió disparado para atender al ”tipo éste que quién sabe uno quién es”.
Con un abrazo y una alegría desconocida en él lo invitó a acompañarlos. Federico Aguilera, que ese era su nombre, saludó a las hermanas tímido y cortés, sacó el saxo del estuche y se preparó para ver qué pasaba con la partitura de Vivaldi que estaba en el atril. Las dos mujeres se quedaron observando este imprevisto examen de Federico y enmudecidas se olvidaron del aspecto, de las dudas que tenían y se extasiaron con un petit concierto de un virtuoso improvisando.
Estela se quedó fuera de la sala conservando su indiferencia hasta que terminado el pequeño concierto, se sumó a los otros para despedirlo, manteniendo su actitud de verlo sin mirarlo. Dejó bien clara su posición de disgusto por el estorbo ocasionado.


Con el correr del tiempo las visitas de Federico Aguilera se repitieron para hacer música así como se reiteraba la incomodidad de la muchacha. Las amistades, al conocerlo, despectivas, se preguntaban de dónde habrían sacado los Sutter a ese ejemplar tan fuera de lugar, mientras otras empezaban a reconocer su ángel instrumental.
Una mañana en que Teresa limpiaba la casa, limpio sobre limpio, escuchó que las voces en la sala de ensayo iban subiendo de tono hasta convertirse en una exaltada discusión. Se abrieron las dos puertas de vitró y Federico salió disparado como ráfaga centelleante.

Nunca más se lo volvió a ver en el edificio de Arenales y Callao.
El trío de los hermanos siguió como siempre ensayando sus arias y tercetos, tocando en recitales en una suerte de actividades parejas, sin pausas ni sobresaltos. Nada hacía presumir que hubiera comentarios de los allegados, salvo alguna pregunta aislada sobre Federico, pero sin mayor importancia.
Una tarde como todas las tardes a la hora del té aburrido y pacato, servido mecánicamente a la espera de que afortunadamente sucediera algo distinto, mientras se ubicaban a la mesa, con toda la platería antigua, pesada, valiosa, Diana preguntó por Estela, que no se estaba haciendo cargo de servir como habitualmente lo hacía. Ninguno había notado que desde el mediodía no se la veía. Se hizo la noche. Eduardo volvió a preguntar por ella y se quedaron en vela esperando su aparición ya que jamás había pasado una noche fuera de casa.

No se animaron a llamar a nadie por temor a las habladurías. ¡Justo a ellos les tenía que pasar esto, tan organizados, tan selectos, tan de la elite! ¡Vaya a saber uno los comentarios de los Gálvez o los Álvarez Marttinelli!
Pasaron dos días. Al tercero llamaron al campo a don Pedro que regresó con su mujer de inmediato y decidieron dar parte a la policía. Ésta tomó el caso con la indiferencia acostumbrada. “Estará en casa de amigos”, “es una muchacha grande”,” habrá viajado” y otras posibilidades por el estilo. Quedaron en investigar y quedó asentado como “la desaparición de su hogar, de una mujer trigueña, de ojos marrones, estatura normal, cabello recogido, de unos treinta años, vestida de negro”...Estela no apareció más.
Eduardo siguió ensayando y tocando como si nada, las muchachas se recluyeron en la casa por las murmuraciones y don Pedro y la señora Agustina, abatidos, volvieron al campo por si la hija aparecía por allí.


Esa tarde de febrero, calurosa, infernal como son las tardes de febrero en Tucumán, de vacaciones, salí a pasear con los chicos, mientras Mariana se quedaba en una peluquería. Volví por el Chevrolet y me encaminé hacia el cerro San Javier por la avenida Mate de Luna. Otro día volvería con Mariana.
En el camino se paró el motor. Pensé que estaba apunado y nos bajamos. El calor era agobiante; los chicos me pidieron agua y al divisar algo que parecía un parador pero sólo era una casita precaria, nos acercamos. Salió ladrando, viniendo hacia nosotros un perro vivaracho, rengo de una pata, limpio (demasiado). Los chicos se agarraron de mis manos y los solté para poder golpear con ellas y una mujer apareció del casi rancho. Detrás un hombre.

Estela Sutter Campodónico y Federico Aguilera nos dieron las buenas tardes, una botella con agua y nos desearon feliz paseo. Detrás, salió un chiquito buscando al perro y nos miró con una gran sonrisa.

Era un niño de pelo trigueño que le tapaba uno de sus ojitos negros, igualito a Don Pedro Sutter Campodónico.




Basado en un poema al que le puse "Un minuto"

Debajo de la gorra con visera que le impide mirar y ser mirado, le asoma por detrás un mechón de pelo entrecano. Acodado sobre la mesa, los dedos tamborilean en compás desacompasado. Los ojos achicados hacia la distancia, discurre. ¿Qué es vivir? ¿Vivir será haber descubierto el mundo que me rodea? ¿Otear con amplitud el universo? ¿Estar? ¿Ser? ¿Haber dejado en cada beso un pedazo de este cuerpo? ¡O aquel rubor del alma encandilada!. Vivir, ¿será haber amado, serlo y dejar la vida misma?.
Toma un trago del vaso servido y plasma un instante, aquél, en que ella montaba un caballo, ahora sin color. Enfrentaba al viento con su pelo ardiente y sus labios pálidos. No distingue si viste de negro, verde o gris. Es el fantasma que transita eternamente la tenebrosa inmensidad que lo deslumbra. Se distancia, va lejos, vuelve, lo acomete, lo espanta. Le asusta. Siempre dura un lapso, no lleva en cuenta cuánto. Quizá sólo un minuto.


Esa noche es de insomnio y se le ha hecho costumbre. Episodio que se repite un día, otro y más. El ya casi viejo no sabe si quiere huir del esfuerzo por revivir lo vivido, del recuerdo del bien tenido. Escapar de ese espectro que lo alucina, que el presente le regala como un don y desea, siente, teme no haber sostenido lo que logró conseguir. La noche de hoy se hace larga. ¡Vida injusta! ¡Vida!, repite Sólo evocar su risa critalina le hace posible la supervivencia. Ese sobrevivir en espacios de soledad, mutismos sin ecos, ausencia de voces, momentos perdidos en absurdas mañanas y tardes oscurecidas.
El vino no da permiso ni tregua, ¡oh Baco! te estás adueñando de mí. Y el sol no consigue dar luz que entibie mi cuerpo dolorido, el aire no incita al respiro manso. Solamente impone una sucesión de extensos suspiros, devienen tiempos de reminiscencias dolientes y quejas tardías en vano.

Hoy, otra tarde acompañado con el tinto, retornan las preguntas ¿Y cómo es que las hojas se amarillean, caen caducas y el vigor por reverdecer las crece, se agigantan y a sus ojos duelen y él no pudo? ¿Y cómo fue que dejó que el tiempo escapara de entre esos cabellos y se escurrieran entre sus dedos igual que el agua entre las piedras?
¿Y cómo es volverse joven, descansar en su mirada fuerte, límpida, bondadosa?

¿Y cómo es que la felicidad ha vuelto, no importa hasta cuándo y se sumerja en ella con los ojos cerrados, su boca entregada a sus labios hasta enrojecerlos y los brazos apretándola para no perderla más?

miércoles, 19 de noviembre de 2008






La trenzuda

Sentado, caracol en su casita bajo el fiel amigo silente, su único recurso en los espacios del día en que su mate no le daba tregua, Beto ¿le diste de comer a las gallinas? che, Beto, fijate si el tobiano está para montar, nene, corré hasta el alambrado que golpean, Beto, vení en el sulky y me ayudás a bajar las sandías. Y así todo el día, eso y mucho más.

Beto, Beto, el nombre no se les gastaba nunca. No lo dejaban pensar. Porque él tenía que preguntarse una y otra vez por qué la trenzuda no lo miraba y mascullar también, por qué era el objeto de su indiferencia.
Estaba clarito, a esa mocosa de trenzas largas y ojos negros, tan oscuros como las noches sin luna, le gustaba el Pancho. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? El Pancho era, ¿cómo decirlo? y, atlético, un elástico… más alto que los demás pibes, más rápido. Saltaba las ramas como un gato, con facilidad, cuando él, que lo imitaba a escondidas, se caía y siempre salía con las rodillas raspadas. A todo esto, el tío Pedro lo llamaba para todo.
¡Cuántas veces pensó en ponerle el pie para que se cayera así la trenzuda se reía de él! Pero el Pancho igual no se iba a caer, si era de goma. Encima no se animaba.
Hasta que lo intentó. El Pancho venía con todo, haciéndose el campeón y un tronco bien grueso le cortaba el paso. En el momento que saltó con gracia, como sólo él sabía hacerlo, el Beto le puso el pie y el primero que cayó fue él. ¿Qué hacés pibito? Y el Pancho y la mocosa se rieron a carcajadas.
¡Cuánto sufrió por esas trenzas y esos ojos! Hasta que cumplió los quince y se mudaron dos puestos más lejos. No la vio más.


Montaba el tobiano y se le ocurrió llegarse hasta el árbol cueva, ya tenía veinte y el tío lo dejaba irse lejos. Se sentó debajo y lagrimeó como una mujer. ¡Hombre grande! Tengo veinte años y lloro como una chica.
Una piedrita le pegó en la espalda, se dio vuelta y nada. Al rato, otra le dio en la cabeza y ahí, enfrente de él estaba la trenzuda, sin trenzas, con el pelo suelto, taladrándole los ojos con los suyos negros.
¡Mirá Beto que te pusiste lindo! Ni sí ni no. Se paró de golpe, la agarró bien fuerte y le estampó un beso. De ésos, de los que había soñado toda la vida.
Las mechas de ella le rodearon su cuello envarado.

domingo, 9 de noviembre de 2008


RECORDANDO

Los zapatos le iban grandes, uno o dos números más de lo que calzaba e insolentes los dedos gordos de los pies, pugnaban por escaparse por la abertura de adelante, cosa que le dificultaba caminar. El vestido negro, único, hoy llevaba un cuellito de piqué blanco por adorno. En oportunidades más importantes lo reemplazaban el de raso verde claro o el de encaje encontrado en la caja de su mamá.
Llevaba el delantal dobladito, cosa que no se le arrugara en el camino y los apuntes, (no tenía textos) que había copiado en la biblioteca.
Bajó del subterráneo en la estación Pasteur, el olor del arenque frito la envolvió y se instaló en su flequillo ralo, como siempre partido al medio ¡Imposible llegar peinada!
El tranvía Lacroze, en donde viajó otra vez en el estribo sostenida por alguna mano amiga, había llegado retrasado y no le daban la piernas ni los zapatos para llegar a punto a la calle Charcas.
El cielo se encapotó, seguro que se largaría el agua, se mojaría y entraría a la facultad como pato en la laguna. Por suerte, ésa, que pocas veces estaba de su lado, llegó antes que el chaparrón...


Se perfilaba una tarde sin pena ni gloria. Profesores que faltarían, compañeras que desconocían la ética y el respeto…

La tarde que presentía opaca, terminó en un tardecer y un anochecer luminosos. El placer que sentía dentro suyo, afloraba cuando pasaba por las habitaciones y se acercaba a cada cama de cada embarazada. Ese era su mundo feliz que manejaba a su manera.

Un saludo cordial, un beso, una caricia, palabras de aliento que daba e intuía que eran bien recibidas. Todavía no era el tiempo de la aparición del Método de Parto sin Temor si Dolor.


Escuchó al pasar, ¿viste? hoy vino el ángel de la sala. Por un momento creyó que no era por ella, pero estaba sola. Y se le llenaron los ojos de lágrimas y el pecho se le llenó de orgullo. Sus 18 años, la escasa experiencia, la anonadaba un poco. Utilizaba estampitas de santos, medallas, cruces, la de Cristo, la judía, lo que llevaban las mujeres a parir, y en eso se basaba. Eso hasta la llegada del método al que se abocó con todo.


La tarde que se había pintado oscura y pensar que vendría de vuelta a casa, sola dejando a las gorditas, terminó luminosa.
Él la esperaba en el bar de la esquina, en la Giralda, con un beso en la mejilla, un pimpollo de rosa emergiendo del bolsillo del saco y ¡suerte!, ya no tenía el olor del arenque en su flequillo

martes, 4 de noviembre de 2008

EL FORTÍN

Letras grandes rojas “ SANDRO Helados & Café “ la miran. Cuadros de tela enmarcados con el máximo refinamiento y en el perfecto gusto para todos, también la observan desde la indecente y lastimosa “liquidación en los próximos días”. Muy al frente la chapa en azul de la calle Holmberg le recuerda a quien tiraron desde un piso cerca del cielo en la tétrica época, y una cantidad de sommiers incitan a un descanso placentero.
Todos la miran pero no la ven. Ella los obseva desde la ventana de El Fortín donde come un bocado.
¿Es ella y o es otra? Se le hace que otra ocupa su cuerpo y desliza palabras a sui oído. Ella y la otra. No está sola. Insiste, ella y yo, y se pierde en la obstinación de complicarse.
Hasta unos instantes era una unicidad. Sentada a la mesa, con tres sillas vacías, una al lado suyo y las otras enfrente, escucha a la otra y se pregunta qué hago acá, si en la mañana, llorosa, descubrió la soledad y la decrepitud, por qué ahora discute con la otra, en ese lugar tan apacible como El Fortín.


Y de pronto revela el césped muy verde, unas matas con flores de los mil colores la envuelve con el aroma de la primavera aún no descubierto y seguramente Moro estará esperándola ansioso para que juegue con él y los matices de las pinceladas iluminarán el taller, las letras en la computadora tratarán de acomodarse en orden, quizá sus visitantes amados modifiquen el silencio espantoso de la soledad de los espacios y aunque no esté conforme con el reparto (que nada tiene que ver con el previsional), se dé cuenta que no ha muerto.