jueves, 25 de marzo de 2010



Y es 25 de marzo.
Y ayer fui como todos los 24 de marzo a La Plaza.
Y anoche volví de la Plaza.
Y hoy estoy más reconfortada que nunca.
Y hoy me satisface pensar lo que pienso.
Y hoy las quiero más que nunca.

lunes, 8 de marzo de 2010

¡MUJERES!

Está expirando el día consagrado para LA MUJER.
Consagrada es una palabra por demás fuerte, precisa, podría decir bendecida, santificada, me quedo con la primera.
Se me ocurre que con ella puedo albergar a todas las mujeres que día a día del brazo del hombre o sin él, enfrentan la vida. La vida que les ha tocado en suerte con el privilegio de haber nacido mas no elegido.
En todas las mujeres me celebro pero hay unas...unas... extarordinarias de tan ordinariamente perfectas.
Ellas son LAS MADRES. Las Madres de la Plaza. Las locas de la Plaza. Las heroínas de la Plaza.
En ellas me celebro y a ellas las honro una vez más, en nombre de todas las otras.
MADRES DE LA PLAZA, las abrazo.

EL NEGO

No había en el barrio chicos que se hicieran tan rápido más que amigos. Después de salir del colegio de cada uno, no asistían al mismo, tomaron la costumbre de juntarse todas las tardes en la esquina, menos los sábados, porque los sábados corrían derecho a la canchita. Eran tres los amigos, Julio, Alfredo y El Nego. El tema para ellos era conseguir la pelota de basquet ya que el aro estaba, no era fácil obtenerla y ellos morían por jugar.
A Julio le era imposible, en el barrio era casi nuevo, no tenía conocidos a quienes les importara ese juego y menos quienes le prestaran la pelota.
Alfredo se escapaba para los encuentros por lo tanto no podía suplicarle al hermano que les pidiera a sus amigos. Ellos tenían una fenomenal y El Nego era el menos que menos indicado. Era negro. Un chico de color. ¿Quién le iba a prestar algo? ¡A ver si la robaba!

Siempre jugaba un grupo de muchachos, podría ser que la tocaran, nada más. en el caso de que ellos les permitieran tanto, como agarrarla y devolverla de inmediato. La gran suerte fue el día en que después del picado de los grandes, nunca supieron por qué milagro sucedido, los jugadores se fueron y detrás de un ligustro, ella los miraba. Nuevita, naranja, perfecta. La comieron con la vista estupefactos, con ojos inquietos.

El tesoro escondido brillaba entre la oscuridad de las plantas. Relucía, como el sol que no deja ver cuando pega fuerte al mediodía. Se relojearon. No se animaban a tocarla.


- Dale, le dijo Julio a Alfredo con un empujón, agarrala.
- ¿La agarro? ¿Y si vuelven y se creen que la robamos?
- ¿Cómo van a creer que la robamos? ¿No te das cuenta que se la olvidaron?
- No, tengo miedo y lo dijo disimulando con cara de recelo.
- Bueno, se rascó la cabeza Alfredo y miró al Nego. Agarrala vos, Nego,.igual les vamos a decir la verdad, que la vimos y la estamos cuidando.
Y así fue. La cuidaron por tiempo indeterminado. Indeterminado y nunca pensado. De allí en más los encuentros se fueron organizando. La hora, la presencia infaltable de los tres y el acople de otros para armar partido.

Julio era buen chico, un gran compañero pero no jugaba para nada, no tenía piernas, no agarraba una, del aro, sabía que estaba ahí pero jamás encestaba alguna. En cambio Alfredo, por su dribleo, su rapidez en el desmarque perfecto, siempre metía una.
Pero el que daba gusto de ver era el Nego. El Nego era un gamo. Agarraba la bol debajo del aro, hacía un pivot, entraba en la llave, ni siquiera le pegaba al tablero y era tanto seguro.
Entre los tres con otros dos armaron el equipo. Los deberes y los mandados quedaban siempre por hacer en la mitad.
El profesor de gimnasia de Alfredo, que ya estaba en 2°, considerando que el muchacho se perfilaba decidió llevarlo a River.
- El sábado vamos, pibe. El chico no creyó que hablara en serio. El profe insistió. Alfredo se decía en el camino, fue a mí, a mí.
Se animó - profe, tengo dos amigos que juegan bien, jugamos siempre juntos, ¿pueden ir?
- Traélos, fue la respuesta. ¿Juegan bien?
- Ya lo va a ver al Nego, ya lo va a ver.


Era lunes. De lunes a sábado le sobró tiempo para pensar y soñar. Primero bajar a tierra, después el permiso. A Alfredo le iba a ser fácil, a Julio no porque apenas lo dejaban ir a la canchita y al Nego, del Nego se sabía que vivía en la “casa de goma”, porque eran como quinientos, que era un genio con sus patas flacas siempre con zapatillas mostrando los dedos de los pies y con brazos más largos que cualquier distancia hacia el aro y ¡eso que había como 3 metros!
Consiguieron los permisos. El Monumental era monumental, una herradura imponente. Levantaron los ojos y el coloso estaba allí. Ninguno de los tres articuló un sonido. La majestuosidad los convirtió en hormigas de las más chicas que se aplastarían sólo con apoyar un pie.

El profe habló con el de los millonarios. Mientras esperaban y se acomodaban un poco las zapatillas y ordenaban las camisetas que habían conseguido, el profe de Alfredo les contaba que de allí eran los grandes López, Leiva y Contarbio. Alfredo había oído al abuelo hablar de Contarbio. ¡Sí, eran famosos y ellos estaban ahí!
- Bueno, van a entrar de a uno cuando les diga, habló el otro con seriedad. El primero, vos y señaló a Julio. Julio, pobre, no daba pie con bola, no le pasaban una y no agarraba ninguna. Claro. Julio no jugaba. Se quedaba parado y la veía pasar, por arriba, por abajo.
En el segundo cuarto hizo entrar a Alfredo. A pesar de que no le deslizaban una, la luchaba cuando la tenía y mostró que podía y podría dar más.
Al Nego lo llamó al final, casi olvidado, que estaba parado como un tizón alto, enhiesto, con sus palmas blancas listas para picar la pelota, driblear, hacer un pivot increíble y todo lo que hacía naturalmente como tirar un tiro libre desde donde fuera y hacerla entrar.
El que entró fue él. Entró. Lo hizo todo. Los dio vuelta como una media. El Nego pintaba para lujo. En cinco minutos de juego encestó seis veces con sus dos pasos clásicos.
Se despidieron del club, del profe que le tocó el hombro a Julio y lo citó para el siguiente sábado. Julio con timidez preguntó por los otros dos.
- No, vení vos que te pruebo otra vez, tenés condiciones.
- ¿Y el otro, y el Nego? El Nego ¿no es lo más grande que hay?
- Sí, pibe, el negrito juega bien…vení vos el sábado.
Se fueron los tres, el profe del cole se quedó. Para Julio estaba todo terminado. Los tres o nada.


Jukio nunca más jugó. Estudió en el nacional y se dedicó al comercio.
Alfredo siguió jugando en el club del barrio.
El Nego está en Brasil jugando en primera.
Allá no se nota para nada que es negro.

ROLY Y EL PIQUI - El compromiso



Se levanta muy temprano, al alba. Hoy tiene un compromiso ineludible. Con el Piqui. Se lo prometió y las promesas se cumplen, como dice la abuela. La abuela sabe lo que dice.
- Hoy vamos a la cancha, nene. ¡Yo te llevo a la cancha!
No tenía las entradas para el clásico que le encargara y pagara a Alberto. Hacía días que Alberto no aparecía y cuando aparece le dice que ya se las trae, que se las olvidó. Pero no vuelve y él decide ir igual. Ya voy a entrar. Así de fácil, dice.

Roly termina su baño diario, se refriega con el jabón blanco que su abuela guarda para él, que le deja la cabeza lustrosa y le aplasta sus rulos caracoleados.
Le había pedido permiso a Don Roque, “el tano” como lo llaman en el barrio, el patrón del almacén donde hace los mandados. Se lo dio, aunque es tano y no es de Boca. En el almacén hay caras en las paredes, debajo del vidrio de la fiambrera que se cae de vieja, bailotean fotos con camisetas blancas y la banda roja cruzada, también banderines que van de un extremo a otro del negocio
Roly traga la escenografía día tras día, pero la paga es buena para él que ayuda a “su ma”, como llama a esa abuela re piola, buena como el pan que amasa y además, el Roly se considera un rival fanático pero tranquilo.


Llegan desde el fondo de Morón hasta Parque Lezama, así le explican en el tren que los trae y el chico le pregunta primero a un hombre y luego a una mujer cómo llegar a la Bombonera.
-. No sé ¡Dos chicos con aspecto de “cabecitas”, dice la mujer y tienen plata para comprarse camisetas de futbol. ¡Habráse visto! Ellos no escuchan“las alabanzas”, ya están andando.
Empieza por pensar en la plaza que se le hace inmensa y la forma de salir. Al levantar la mirada, allí, al frente, bien de frente, como en un sueño, algo lejos, una visión, allí está.
- Mirá Piqui, mirála bien. ¡Mirá qué grande!
- ¿Ya viniste vos?
- No, es la primera vez que la veo así, de cerca. ¿Ves los colores alrededor? Como diría la abuela ¡Es fascinante! ¡No hay nada igual!
- No, no veo los colores.
A Roly la Bombonera le fulgura como el lucero de la noche y es de día. La ve envuelta como con un arco iris, el que aparece después que llueve.
Llegan a la calle ¡Aris .tó... bu.. lo del Va lle! exclama el grande.
Se acerca la hora. Hacen la cola. Los pies murmuran en el suelo, se acomodan unos tras otros pidiendo espacio. Pasa el tiempo. La hora corre. La cabecita azul y amarilla del Piqui se pierde entre rodillas que empujan hacia delante y atrás.
Llegan a la puerta.
El hombre de la puerta con mirada sin mirar les pide las entradas. A Roly se le caen los ojos de la cara, sus manos están vacías como su boca.
- No tengo, dice.
- Bueno pibes, hagan aire, contesta el hombre apuntando al de atrás.
Ellos hacen aire.
El murmullo crece, ensordece. Cabizbajas, agotadas las cabezas de otear arriba, a los costados, atrás, salen de la hilera desprolija de hormigas pedigüeñas ¡pero que tienen entradas y ellos no! y se sientan en el suelo, por ahí.

- Hice lo que pude Piqui. No llorés, yo creí que podíamos El Piqui no llora, lagrimea en silencio, está acostumbrado a llorar callado.
- Vení, vamos a ver otra vez.
La gorra calada hasta las orejas al chiquito no le permite enterarse dónde está parado y se sobresalta cuando una mano se apoya en su hombro. Da un respingo de gato como los que hace cuando los chicos le tiran piedras.
- ¿No pueden entrar, pibes? la que habla es la voz de la mano.
Roly siente los rulos apretados en la cabeza, el corazón que se le estruja, le golpea el pecho. Se asusta. No llora. Hace años que dejó de llorar gracias a la abuela.
- No, no tengo entradas. Las pagué y no me las dieron. Le quería contar al de la puerta. ¡Yo le prometí a mi hermano! Las palabras salen de su boca como el cúmulo de un volcán, sin miedo.
Los 16 de Roly, los 7 del Piqui y su gorra y las camisetas de la gloriosa le pegan fuerte al hombre de la voz en la mano.
- Vengan los dos, pegados a mí.
¡Otra vez en la puerta! Las tres cabezas en declive, de mayor a menor, la blanca, la de rulos y la azul y amarilla, están en hilera.
- Rodríguez, dejá pasar a estos pibes, son mis sobrinos. Rodríguez, genuflexo, asiente.


Arriba de todo, donde se juntan el cielo, el aire y los gritos, mientras Roly se para a cada cabezazo de Palermo, unos ojos enormes, debajo de la gorra azul y oro no se pueden cerrar por el asombro ni por la fascinación.
-