lunes, 10 de diciembre de 2007

LA ALFOMBRA VERDE



16 hs. de una tarde porteña, allá por Villa Pueyrredón, Buenos Aires .
El sol entraba por la ventana del balcón. - Rápido, dígamelo ahora, le dijo al vendedor inmobiliario que apenas pudo saludarlos y decirles que miraran todo, que había una posibilidad para agrandar la... y no terminó la frase. Ella atacó con su dígamelo ahora. Esta rubiecita reflejaba con su pelo tomado por una colita y sus jeans ajustados una ansiedad imperiosa. Buscaban departamento. Él detrás de ella, callado, pasaba por los cuartos, rápido, deslizándose sin que se escucharan sus pasos. Venían con apuro..." el nene quedó con la abuela Moni, (¡por fin una vez!”. Verónica y el muchacho hacían una linda pareja. Los ojos celestes de “Gonza”, como ella lo llamó, destellaban en cada parpadeo. En la complicidad de sus miradas decían lo que querían.
Regresaban de un largo viaje sin saber qué hallarían en sus respectivas familias, muy tocadas por enfermedades y problemas económicos.
Cada uno había viajado a Europa sin conocerse. Verónica, con una beca para perfeccionarse en danza luego de diez años intensos en la Escuela del Teatro Colón. Diez años rígidos, estrictos, muchas veces con dolor, del alma, injusticias, sufrimientos en sus músculos y sus pies trabajados cotidianamente. Cuando cansada de tanta tesitura exigente llegó a la Escuela del Ballet del Teatro San Martín, creyó que iba a ser más llevadero. Allí la disciplina fue también muy severa. Después de un examen brillante integró el cuerpo del ballet estable en un grupo homogéneo donde se destacó. Su cuerpo etéreo, polvo mágico, se desintegraba en el escenario conjugándose con la emoción de la platea. Encontró en la danza contemporánea la disciplina que traía y la libertad que descubrió en ella. Muy pronto le ofrecieron una beca y el tema le rondó en su cabeza. La familia acuciada por problemas monetarios, igual la apoyó y la animó. Y se fue a París.
París. Alojada en una casa con otras sudamericanas, todas becarias, hizo amistades con mujeres de temple y estudio como ella. Loli, peruana, arqueóloga. Tatiana la uruguaya, bióloga y las hermanas brasileñas Gogo y Besy, las dos, médicas. Cada una en lo suyo, compañeras de exilio elegido, venían de América. Sabían de la poca estima hacia los sudamericanos y de la eterna lucha por elevar el concepto prehecho. Una de esas noches libres salió con la peruanita Loli. La oscuridad era agradable. Por las calles de París brotaba la música en el aire y salía por los lugares más insospechados. Loli, sentada en el borde del Sena miraba a Vero girar, volar en una nube brumosa. Nunca creyó que se podía trasuntar tanta emoción como la que emanaba del cuerpo de esa transparente mariposa. Cuando se deslizó como leve seda en el suelo dando fin a su danzar, un aplauso resonó de lejos. Displicente, con un gesto a lo “Duse”, buscó el lugar de donde provenía el aplauso amplio, fuerte, pausado. Loli se levantó también, curiosa. Desde un café desierto, con una sola mesa en la calle, llorada de soledad, el aplaudidor la miraba. Vero hizo un saludo desde su escenario y Loli agitó su mano saludándolo. 14 de julio, fiesta consabida en Francia. París era todo sonido. Verónica contagiada por el ambiente festivo salió a la calle con su compañera nocturna, envuelta en una bandera argentina y cintas rojas, blancas y azules. La gente bailaba alegremente y cantaba haciendo coros. Contagiadas de la algarabía, disfrutaban, acompañaban todos los que se acercaban a ellas y ya muy cansadas, tarde, buscaron dónde sentarse a tomar un café. Al punto se reconocieron los tres, la bailarina, la amiga y el aplaudidor. No fue sorpresa para ellas que el mozo hablara español. Español no. Él hablaba en porteño, porteño bien de Buenos Aires. La alegría de Vero fue enorme por encontrarse con un sudamericano argentino y porteño. Mientras atendía la mesa de ellas y otras más, el muchacho les ratificó que era de Buenos Aires, de su intención de formar una banda con otros músicos que habían venido a París con él y que pronto se volverían porque la plaza no era fácil. A las chicas el café les gustó. A Vero más. Una noche decidió ir sola. No podía negar que en ella se había hecho un clic. De reojo miraba al mozo y cuando de madrugada, única cliente, él terminó de acomodar las mesas, sin hablar, salieron caminando hacia el Sena.
La relación Vero y Gonzalo Quiroga fue espléndida y afín. Les eran escasas las horas que pasaban juntos, entendiéndose de tal forma como no lo hubieran imaginado jamás. Programaron convivir, pero no podían y cuando concluyó la beca de Vero, tiraron a cara o cruz. Cara, quedarse en Francia con el dinero ahorrado entre los dos y cruz, sacar pasajes y volar a Buenos Aires. Ganó cruz, por lo tanto, regresaron De vuelta al país, Vero ya estaba embarazada de Ignacio y a la llegada, nada había cambiado en las familias pero fueron muy bien recibidos por todos. Eso sí. Dinero no había para nada. Se acomodaron con los padres de ella. El espacio faltaba. Sobraba voluntad, cariño y comprensión. El día que apareció el tío Pedro ofreciéndoles un pequeño préstamo para la solución de la vivienda empezó la búsqueda de lugar dónde vivir. Y llegaron a ese departamento en donde al entrar, Vero, imperiosa, le espetó al vendedor de turno, “rápido, dígamelo ahora “… La compraron. Inmediatamente. Aconsejados por el vendedor hicieron los pequeños cambios sugeridos y le dieron uso familiar y de trabajo. Se redujeron a un ambiente y en el otro, amplio, se turnaron para clases de música y danza.
Una noche, de las pocas que quedaban para un café, Gonzalo, se quedó mirando la cama de bronce comprada en San Telmo y le resultó extraña la forma de encastre del barrote de la piecera. Le llamó la atención la forma desprolija en que estaba terminada. Pasó sus dedos delicados de saxofonista y al tocar la rebarba que había en ella, ésta giró y a punto de desmayarse empezó a sacar de uno en vez, billetes verdes mientras los esparcía por el suelo. Llamó a Vero que no entendía qué y sólo atinó a preguntar por el otro barrote. Con el otro ocurrió lo mismo. Manó una cantidad aún mayor de billetes verdes, formando en el piso de la habitación una mullida alfombra verde.
En este momento estoy viendo en la playa de Necochea a una joven bailando en la orilla del mar mientras un niño juega con su baldecito en la arena y escucho un sólo de saxo de la Rapsodia de Debussy.
1.000.000 de dólares cambiaron la vida de Vero, Gonzalo, sus familias y las de otros en quienes ellos pensaron, como siempre lo habían hecho.



2 comentarios:

Willie Heine dijo...

Muy bueno Sonia, me encantó!!!! Un abrazo Merci

josé lopez romero dijo...

Señora, no quiero agragar nada más porque de verdad me dejó sorprendido y a su excelente narrativa qué cosa podría adicionarle. Ya andaré nuevamente por aquí, me voy feliz en esta tardecita santafesina, por sus cosas, a pesar del odio que han desparramado por nuestras calles y rutas, lamentable olvido de la gente, de arriba y de donde sea.