Calentaba el sol la arena dorada. El mar golpeaba como nunca. Entre los médanos un cuerpo de sirena se confundía con el matiz de los mil tonos de beige. Ni se movió, quería observarla sin ser visto, ¡ qué placer!.
Ella también estaba inmóvil. Al tiempo se dio vuelta y se acomodó los anteojos.
Pasó un largo momento en esa contemplación que embellecía el mediodía.
Era la perfecta conjunción. Ese cuerpo de mujer le suscitaba recuerdos, olores de otrora y soledades.
Una ola envolvente, embravecida, salida de los acantilados, arreció.
No atinó a moverse, ni aún cuando la mujer fue llevada hacia adentro, a la inmensidad, tragada por el azul profundo.
Sólo corrió para alcanzar un par de muletas que el mar devolvió.
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